Recuerdo con una sonrisa en el rostro una de aquellas tantas ocasiones en que Tobías demostró saber más que las arañas. Resulta que él era gran aficionado a las semitas – aquéllos panes hechos a base de manteca y rellenos con trozos de chicharrón que le dan un sabor especial y hacen salivar hasta a los más resistentes – y todos los días, con una precisión que rayaba en la devoción, esperaba que dieran las 5 de la tarde pues a esa hora llegaba mi papá a casa con el ansiado manjar. Lo que al parecer no sabía Tobías, y si lo sabía lo disimulaba muy bien, era que todos en casa teníamos la misma afición.
Cierto día, estaba yo cruzando la cocina y tuve antojo de comer algo. Abrí el cajón donde guardábamos el pan y una semita solitaria asomó su delicioso aroma hasta mis narices. En ese momento comprendí que tenía muchas ganas de comer pero ninguna de compartir.
En este punto, debo aclarar que mis perros siempre han sido mis más fieles perseguidores, casi casi sombras revoloteando alrededor de mis piernas; no hay forma de escaparme de ellos ni para ir al baño. Es de entenderse entonces que Tobías estaba conmigo cuando yo entré en la cocina, cuando abrí el cajón y cuando olí el pan.
Como he dicho ya, yo no tenía intención alguna de compartir mi comida, peor aún considerando que era solo una semita la que quedaba, así que muy sigilosamente cogí la bolsa con su contenido y la guardé debajo del polo hasta llegar a mi habitación. Una vez ahí, saqué mi botín y lo coloqué debajo de la almohada para disipar sospechas.
Era obvio que Tobías sabía lo que yo estaba haciendo. Su olfato no había podido engañarlo. El sentido le decía que ese olor a chicharrón venía de su amada semita y no de mi almohada. Me miraba con los ojos implacables del inquisidor exigiendo respuestas, respuestas que por supuesto yo no iba a darle.
Hice caso omiso de sus preguntas…después de todo la dueña era yo. Me había ganado el derecho a comerme un pan yo sola si así lo deseaba.
Decidí distraerlo, engañarlo un poco para que olvide el olor. La estrategia no tenía lugar a error, debía alejarlo del cuarto a la habitación más lejana – la de mis papás – y ahí entretenerlo, jugar con él hasta que el sueño le ganara y una vez dormido regresar a mi cuarto para dar trámite a mi amada semita…»¡esta vez te gané, Tobías!», pensé triunfante.
Nos pusimos a ello. Lo llevé al cuarto de mi mamá; ella estaba recostada en un lado de la cama y yo de pie en el otro, empezamos a conversar. Tobías saltó a la cama y se ubicó entre las dos. Yo buscaba un tema de conversación, cualquiera que callara mi consciencia y el sentido de culpa que tenía por estar engañando al inocente perrito que estaba frente a mí. ¡Inocente mis polainas!
Si hay algo que siempre hemos dicho de Tobías es que lo único que le falta es hablar; su capacidad para comprender y dejarse entender es impresionante, aún hoy con dieciocho años tiene la facultad de hacernos saber exactamente qué es lo que necesita para estar cómodo y bien.
Ese don se convirtió en su arma en nuestra pequeña batalla. Como he dicho, se ubicó entre mi mamá y yo; cuando yo hablaba, me miraba con ojos acusadores y volteaba a verla a ella intentando hacerle saber que había algo trucho en toda la escena. Tras cuatro duelos de miradas y algunas rascadas en la cama llamando la atención, por fin mi mamá entendió. Volteó sabiendo que algo pasaba y me preguntó: «¿qué le has hecho a tu hermano?»
Saqué la mirada más inocente que pude en el momento y le dije: «nada». Pero para Tobías no fue suficiente, siguió mirando a mi mamá: «vamos, no vas a creerle, ¿cierto?». Mi mamá – su mamá en realidad – insistió…»¿Qué le has hecho a mi bebé? ¿Qué te ha hecho, hijito?»
Me mantuve firme: «nada». Tobías no iba a declinar, se paró y empezó a bufar: «mamá, que yo huelo el chicharrón, ¡sé lo que hay bajo esa almohada!»
Si hay algo que he aprendido con los años es que hay batallas que no pueden ganarse…y hay que aceptarlo, esta era una de ellas. Empecé a reírme y confesé todo. Por la gracia perdí medio pan y casi todos los chicharrones de la semita, además de la gritada por ser tan mezquina con mi hermano, «tu hermano que lo da todo por ti» diría mi madre.
Y es que el hambre no perdona, ni aún la hermandad.
Debo decir a mi favor que desde ahí nunca más lo volví a hacer, desde ese momento no subestimo la inteligencia de nadie, ni del más inocente perrito.
Definitivamente, Tobías sabe más que las arañas.