Batalla.

Recuerdo con una sonrisa en el rostro una de aquellas tantas ocasiones en que Tobías demostró saber más que las arañas. Resulta que él era gran aficionado a las semitas – aquéllos panes hechos a base de manteca y rellenos con trozos de chicharrón que le dan un sabor especial y hacen salivar hasta a los más resistentes – y todos los días, con una precisión que rayaba en la devoción, esperaba que dieran las 5 de la tarde pues a esa hora llegaba mi papá a casa con el ansiado manjar. Lo que al parecer no sabía Tobías, y si lo sabía lo disimulaba muy bien, era que todos en casa teníamos la misma afición.

Tobías, el mito.

Cierto día, estaba yo cruzando la cocina y tuve antojo de comer algo. Abrí el cajón donde guardábamos el pan y una semita solitaria asomó su delicioso aroma hasta mis narices. En ese momento comprendí que tenía muchas ganas de comer pero ninguna de compartir.

En este punto, debo aclarar que mis perros siempre han sido mis más fieles perseguidores, casi casi sombras revoloteando alrededor de mis piernas; no hay forma de escaparme de ellos ni para ir al baño. Es de entenderse entonces que Tobías estaba conmigo cuando yo entré en la cocina, cuando abrí el cajón y cuando olí el pan.

Como he dicho ya, yo no tenía intención alguna de compartir mi comida, peor aún considerando que era solo una semita la que quedaba, así que muy sigilosamente cogí la bolsa con su contenido y la guardé debajo del polo hasta llegar a mi habitación. Una vez ahí, saqué mi botín y lo coloqué debajo de la almohada para disipar sospechas.

Era obvio que Tobías sabía lo que yo estaba haciendo. Su olfato no había podido engañarlo. El sentido le decía que ese olor a chicharrón venía de su amada semita y no de mi almohada. Me miraba con los ojos implacables del inquisidor exigiendo respuestas, respuestas que por supuesto yo no iba a darle.

Hice caso omiso de sus preguntas…después de todo la dueña era yo. Me había ganado el derecho a comerme un pan yo sola si así lo deseaba.

Decidí distraerlo, engañarlo un poco para que olvide el olor. La estrategia no tenía lugar a error, debía alejarlo del cuarto a la habitación más lejana – la de mis papás – y ahí entretenerlo, jugar con él hasta que el sueño le ganara y una vez dormido regresar a mi cuarto para dar trámite a mi amada semita…»¡esta vez te gané, Tobías!», pensé triunfante.

Nos pusimos a ello. Lo llevé al cuarto de mi mamá; ella estaba recostada en un lado de la cama y yo de pie en el otro, empezamos a conversar. Tobías saltó a la cama y se ubicó entre las dos. Yo buscaba un tema de conversación, cualquiera que callara mi consciencia y el sentido de culpa que tenía por estar engañando al inocente perrito que estaba frente a mí. ¡Inocente mis polainas!

Si hay algo que siempre hemos dicho de Tobías es que lo único que le falta es hablar; su capacidad para comprender y dejarse entender es impresionante, aún hoy con dieciocho años tiene la facultad de hacernos saber exactamente qué es lo que necesita para estar cómodo y bien.

Ese don se convirtió en su arma en nuestra pequeña batalla. Como he dicho, se ubicó entre mi mamá y yo; cuando yo hablaba, me miraba con ojos acusadores y volteaba a verla a ella intentando hacerle saber que había algo trucho en toda la escena. Tras cuatro duelos de miradas y algunas rascadas en la cama llamando la atención, por fin mi mamá entendió. Volteó sabiendo que algo pasaba y me preguntó: «¿qué le has hecho a tu hermano?»

Saqué la mirada más inocente que pude en el momento y le dije: «nada». Pero para Tobías no fue suficiente, siguió mirando a mi mamá: «vamos, no vas a creerle, ¿cierto?». Mi mamá – su mamá en realidad – insistió…»¿Qué le has hecho a mi bebé? ¿Qué te ha hecho, hijito?»

Me mantuve firme: «nada». Tobías no iba a declinar, se paró y empezó a bufar: «mamá, que yo huelo el chicharrón, ¡sé lo que hay bajo esa almohada!»

Si hay algo que he aprendido con los años es que hay batallas que no pueden ganarse…y hay que aceptarlo, esta era una de ellas. Empecé a reírme y confesé todo. Por la gracia perdí medio pan y casi todos los chicharrones de la semita, además de la gritada por ser tan mezquina con mi hermano, «tu hermano que lo da todo por ti» diría mi madre.

Y es que el hambre no perdona, ni aún la hermandad.

Debo decir a mi favor que desde ahí nunca más lo volví a hacer, desde ese momento no subestimo la inteligencia de nadie, ni del más inocente perrito.

Definitivamente, Tobías sabe más que las arañas.

Y también es un tierno, a que sí.
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Amor a segunda vista. La literatura y yo.

Ilustración de María Hesse.

Estuve los últimos días pensando qué escribir porque, aunque no lo crean, lo más difícil de esto es elegir el tema; una vez definido este, las palabras fluyen de forma natural. Definitivamente no quería tocar el tema del virus; siento que ya recibimos mucha información al respecto y prefiero dejarle la labor a los expertos. Zapatero a sus zapatos.

De pronto, revisando las entradas publicadas hasta el momento, caí en cuenta que no he redactado alguna que hable de literatura, que es uno de los fines de haber creado el blog (¡¿cómo cumplir la misión de contagiar el amor por la lectura sí no hablamos de literatura?!).

Y entonces, he decidido contarles un poco de mi experiencia.

Muchos de mis amigos suelen asociarme con libros; me refiero a que tienen la imagen de mí leyendo – ratón de biblioteca a mucha honra. Algunos me piden recomendaciones de lectura cuando quieren iniciarse en el mundo bibliófilo e incluso yo misma me dedico a reseñar y recomendar vía Instagram los libros que voy leyendo.

¡Ah!, pero no siempre fue así.

No tengo buena memoria a largo plazo, por lo que mis recuerdos de la infancia y niñez son muy puntuales. Imagino que, como a todos, al enseñarme a leer en el colegio le pidieron a mis papás que compraran algunos libros para que los leyera y luego me evaluaran en base al contenido (el sistema educativo incentivándonos desde tiempos inmemoriales)…pero no recuerdo ninguno de ellos. No hubo alguno que marcara mi infancia de tal forma que me llevara a pensar: «esto es lo más maravilloso del mundo, quiero más», no. Recuerdo vagamente haber leído La Odisea, de Homero, la cual encontré en casa de mi abuelo y cuya película (previamente vista) fue la que despertó mi curiosidad – no entraremos a discutir en este post si es mejor la película o el libro, que sino no acabamos nunca.

Lo que sí recuerdo con claridad es que, cuando tenía entre 9 y 10 años, mi mamá insistía mucho en que leyera algo más cultivado que los cómics del Súper ratón o Archie a los que tenía afición, por lo que me presentó a «El Conde de Montecristo» de Alejandro Dumas. Cuando vi los dos tomos del libro, de 500 páginas cada uno, con letra muy pequeña (Arial 6 por lo menos), sentí un vacío en el estómago…»¿En serio tengo que leer todo eso?, rayos» pensé, pero siendo obediente como era de niña, me entregué a la labor.

Mis libros de El Conde, ahora.

Y vaya que fue mala idea. No solo me parecía una historia tediosa, sino que al ver la cantidad de páginas que me faltaban, mi ánimo iba disminuyendo cada vez más. Si de obediencia se trataba, ya había cumplido con empezar a leerlo; nadie había mencionado que debía terminarlo. Usé ese vacío legal para apartar el libro de mí y mandarlo al olvido, junto a mis cuadernos de cursos pasados.

Si hay algo que he aprendido con los años es que, cuando te encuentras con una lectura que no te gusta o te gusta poco, puede generarte un bloqueo mental que te impide iniciar una nueva, y fue eso lo que me pasó. Si antes leía poco, ahora no leía nada; por casi un año no cogí libro alguno salvo los que asignaban como tarea en el colegio. La iniciativa había resultado contraproducente, y no es que fuese culpa de alguien, solo que a veces algunas relaciones no cuajan, y ya está. Pero así como cuando tu ex te engañó y no quieres nada romántico con nadie hasta que llega alguien que te hace vibrar nuevamente (les contaré luego que opino yo de esto), con los libros pasa igual. Llegará alguno que te enamore y te lleve al paraíso…solo debes ubicar al adecuado.

En mi caso fue Harry Potter (Potterhead detected). Empecé a leerlo cuando tenía 11 años, que es la misma edad de Harry al iniciar la saga (la vida son coincidencias, amigos); se lo habían regalado a mi amiga Grethel y en una de aquellas tantas pijamadas que organizábamos en mi casa o en la suya, me lo prestó. ¡Pum! Chispas y colores. Fue amor.

Estuve tan pegada al libro que lo acabé en un par de días y ansiaba más. Uno de mis tíos abuelos, el más querido por mi mamá, me regaló todos los tomos hasta el quinto libro; llegaban cada año junto a una bolsa de dulces chinos que me encantaban y que tiempo después descubrieron que daban cáncer (maldito cáncer, siempre tú, pequeña rata).

Como he dicho, cada libro de HP se publicaba en intervalos anuales, por lo que mi ansia de lectura quedaba insatisfecha pronto. Eso me llevó a ampliar mis preferencias y sí, en determinado punto, decidí darle una segunda oportunidad a El Conde. Fue la mejor decisión de mi vida.

Contaba ya con 13 años cuando empecé a releerlo. La historia es cautivadora: un marinero, hombre honesto y enamorado, es víctima de una trampa que maquinan ciertos hombres que lo utilizan para cargar con sus propios pecados y así deshacerse de ellos. Luego el marinero regresa, poderoso, a tomar venganza contra aquellos que le hicieron daño. Una locura, es lo más genial que he leído hasta el momento…la forma en que el autor desarrolla la historia principal y la de los personajes secundarios, haciendo que todo calce, es sublime.

Pienso ahora que la primera vez que tomé el libro no estaba preparada para leerlo, por eso lo dejé pronto. Bajo esta misma premisa es que nunca me obligo a leer algo, todo tiene que fluir naturalmente, si es forzado no se disfruta. Cada historia debe enganchar al lector (a veces será en las primeras diez páginas, otras habiendo pasado las 50); se trata de tener química, esa que te llevará a seguir hasta el final, disfrutando cada página hasta que la historia termine.

Fue así mi amor a segunda vista. Y ese amor me llevó a seguir aún ahora con la afición a los libros y a la literatura. Con el pasar de los años me he vuelto más open mind (ahora leo cosas que antes jamás hubiera tocado) lo que me ha llevado a descubrir cosas increíbles. Después de todo, es la literatura la que nos lleva de viaje por mundos que no son nuestros y nos acerca a ellos para ser libres.

Solo date una oportunidad.

Nueva lectura, iniciada hoy.
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«Calla, viejo de mierda» y la cultura del «no me importa».

Este 2020 mi papi cumple 84 años. Desde que tengo uso de memoria, cada domingo él se encarga de hacer las compras para la casa y actualmente es la única tarea pesada que conserva. Con él aprendí que el truco para conseguir muchas cosas en la vida radica en pedirlas con una sonrisa en el rostro y que usualmente las personas reaccionan mejor si ven interés sincero cuando les preguntas «¿cómo estás?». Recuerdo que cuando era pequeña e íbamos a la plaza a comprar pollo, él le decía a la casera: «hola mi reina, ¿cómo has estado?» y ella, sin excepción, le respondía con un piropo antes de entregarle con mucha buena vibra el pedido de un pollo entero cortado en piezas y sin piel (por el colesterol).

También recuerdo que cierto domingo hace aproximadamente un año fuimos al mercado y, por algún motivo que ahora he olvidado, me retrasé un poco y él tuvo que cruzar la pista solo. Era una de esas esquinas en que hasta uno siendo joven debe tener cuidado pues el pase de los vehículos no queda muy claro (de esas en que hay dos semáforos y cuando uno se pone en verde permite que los autos elijan dos vías). En el momento en que mi papá cruzaba, un conductor, sin prender la luz intermitente, volteó a la derecha y se topó con él. El conductor, lleno de ese espíritu malsano que parece apoderarse de los choferes en el Perú, empezó a tocar el claxon como loco y a gritarle para que avance. Mi papá respondió diciéndole que no había puesto la intermitente, a lo que el energúmeno contestó: «Calla viejo de mierda», pisó el acelerador y huyó. Aún ahora siento la indignación que me embargó en el momento; hasta ese entonces no había caído en cuenta de cuán irrespetuosos y faltos de empatía podemos llegar a ser.

Me gustaría decir que fue un caso aislado, pero no. El año pasado, en otra de nuestras excursiones domingueras en busca de provisiones para la casa, fuimos a un mercado que queda cerca a donde actualmente vivo. Era la primera vez que yo iba acompañándolo a ese lugar. Él cargaba bajo el brazo una bolsa de tela grande que usamos para las compras (no usemos plástico por favor). Entramos y él le preguntó a la señora del puesto de frutas el precio de la naranja; ella se lo dió. El principal motivo que hace que mi papá haga las compras es que es mucho mejor administrador que cualquiera de los miembros de la familia (más incluso que mi hermano que estudió para eso). Evaluó el precio y la calidad del producto y me dijo: «no, vámonos, está muy caro». Estábamos casi fuera del lugar cuando escuché a la señora que hacía unos momentos era toda miel, decirle en voz alta a su compañera: «tremenda bolsa y ese viejo no compró ni mierda». Mi papá no oyó, yo sí. Regresé sobre mis pasos y llena de indignación le pedí que repitiera lo que había dicho. Como era de esperarse, pues en muchos casos los «vivos» suelen ser también cobardes, balbuceó una respuesta tonta, se puso roja y no plantó cara. «Aprenda a respetar a los mayores» dije, y me fui. Llegué a casa pensando en que si lo habían tratado así estando yo con él, cuántas cosas no le habrían dicho y hecho estando solo. Al contarle a mi mamá lo que pasó, ella me dijo que no era la primera vez que alguien le había faltado el respeto de esa forma, aludiendo a su edad, como si ser anciano fuera un insulto.

Traigo esto a colación porque la coyuntura nacional actual me hizo recordar mucho a lo que pasa con mi papá. Todos los días veo en las noticias a personas haciendo caso omiso a la indicación de quedarse en casa. Y no es desobediencia permitida y justificada, como la que tienen los médicos o miembros de la policía, sino una desobediencia malcriada, del tipo de «mientras yo esté bien, no me importan los demás».

Veía en la televisión a un periodista preguntándole a una señorita las razones por las que iba rumbo a la playa pese a la cuarentena decretada el domingo por el gobierno…»yo estoy bien», respondió. Él, pacientemente (unos capos algunos periodistas) le explicó que los síntomas del virus podían tardar incluso quince días en presentarse, que ella podría estar infectada sin saberlo y, de ser así, yendo a la playa podría infectar a muchas personas más. «Hay que tener fe», respondió la criminal señorita en cuestión. Palmas para ella (pero en el cerebro a ver si reacciona por favor).

Lo cierto es que el coronavirus es una enfermedad que pone a prueba esa capacidad de la que tanto nos ufanamos al decir que somos un ser superior a los demás: la racionalidad. Eso, y nuestra capacidad de vivir en comunidad, de ser empáticos, de comprender que no basta con que nosotros nos sintamos bien, sino de asegurar que aquellos que son más vulnerables que nosotros también se encuentren protegidos.

Porque es probable que tú, que me estás leyendo ahora y estás entre los 20 y 40 años, al ser contagiado por el virus pases un mal rato por los síntomas, tengas fiebre y se complique por los problemas respiratorios, pero si eres una persona fuerte (tal como deseo desde el corazón que seas) lo superarás, te repondrás y seguirás adelante. Pero si no te cuidas, si no te quedas en casa, si no respetas la cuarentena, serás tan igual a ese chofer energúmeno gritándole a mi papá «calla viejo de mierda» con el claxon a todo volumen sin pensar en que cuando los músculos envejecen no responden igual.

Esto es un pedido para que se cuiden, en primer lugar por ustedes, pero sobre todo por los que no tienen la misma fuerza para resistir; por los ancianos, por las personas enfermas, por aquellos con complicaciones respiratorias. Demostremos que sabemos vivir en comunidad, que de verdad, en serio, somos racionales.

¡Ah! Y antes de que lo olvide, ya bajémosle al tema del papel higiénico y las noticias falsas en la red.

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Adaptación.

Hace más de cuatro mil millones de años, la Tierra tal como la conocemos hoy en día, no existía. Nuestro planeta estaba formado por una enorme bola de roca y polvo, con escasez de agua y cuyas entrañas no hacían más que escupir lava ardiente; donde la posibilidad de albergar vida era remota, casi imposible.

Bajo ese panorama, tras miles de millones de años de inercia biológica, pequeñas descargas eléctricas navegando en medio del gran caldo químico existente hicieron posible el nacimiento de la primera célula. ¿Qué probabilidad había de que esta célula única, pequeñita y solitaria, diera origen al primer organismo vivo del planeta?

Y contra toda probabilidad, así fue. Esa célula mutó y creó un clon. Y ambas, algunos más. Y la vida, en su aspecto primigenio, surgió.

Tuvieron que pasar muchos años más para que ese conjunto de células en perfecta y armónica sinergia, dieran paso a organismos más complejos, los que a su vez evolucionarían hasta dar paso a lo que nosotros podríamos identificar ahora como vida animal.

Luego vino el gran reto: sobrevivir. Haciendo la investigación para este post, leí que mientras más íbamos avanzando en la cadena evolutiva, mayores dificultades fuimos enfrentando: en principio, salir de aguas fangosas para empezar a movernos en tierra firme. ¿Imaginan el proceso de adaptación de los órganos internos para empezar a procesar el oxígeno desde el aire y ya no desde el agua? Sin olvidar el enfrentamiento a un sinnúmero de depredadores, ya que la vida, conforme se desarrollaba, se iba volviendo más diversa.

Y con todo, lo hicimos. No solo sobrevivimos, sino que además evolucionamos. Saltamos la valla de lo imposible y nos pusimos de pie, gloriosos, y empezamos a caminar erguidos y a vivir en sociedad. Descubrimos el fuego, la rueda, la electricidad y la energía nuclear. Visitamos el espacio…descubrimos el amor.

Charles Darwin dijo una vez: “No es la más fuerte de las especies la que sobrevive, tampoco es la más inteligente la que sobrevive. Es aquella que se adapta mejor al cambio”.

Y es con esto con lo que me quiero quedar.

Desde la experiencia de nuestra evolución como raza, ha quedado demostrado que es sólo a través de la adaptación que podemos hacer frente a la diversidad de situaciones que nos presenta la vida. Y no sólo aplica para los cambios en las condiciones climáticas que vivimos actualmente (que ya eso da para otro post), sino sobre todo y más importante para aquellos que desde un contexto social generan un impacto en nuestras vidas.

Ciego el que asegure que esto es fácil. No hay nada más complejo que genere una batalla consigo mismo que adaptarse a nuevas situaciones.

Luis José es un ingeniero informático que trabaja desde hace años en una empresa como programador. Cada mañana, a las 9:15 am., sale de su oficina y va a la misma máquina expendedora (la que tiene el sticker de las gaseosas completo, sin romper) a comprar una botella de agua helada y un paquete de galletas de vainilla rellenas con manjar. La misma rutina, desde hace 6 años. De pronto, por motivos aparentemente desconocidos e inexplicables, sus empleadores quitan las máquinas expendedoras y las reemplazan por una pequeña bodeguita que abre a las 9:30 am. y en donde atiende Julieta, una dulce señorita que es toda frescura y alegría.

Las mañanas de Luis se han visto perturbadas. Tiene 2 opciones: sufrir un coma hepático ocasionado por el enojo al ver quebrada su rutina…o adaptarse y usar los cambios a su favor.

Luis apuesta por la segunda opción. Resulta que la empresa detectó que por la misma naturaleza de sus operaciones, muchos de sus empleados no se relacionaban con otras personas dentro del edificio, por lo que cambiaron a la fría máquina por la encantadora Julieta. Además, tenían mayor variedad de galletas y bebidas. ¡Bravo Luis!

Y es que así es en la vida. Siempre. Tenemos por lo menos dos opciones para cada situación de nuestro día, resistir y frenar o adaptarnos y avanzar. Y no me refiero a ceder ni en espacio ni en virtudes, sino a saber que ante situaciones irremediables sobre las cuales no tenemos el control, lo mejor y más práctico es traer nuestros maleables genes prehistóricos y habituarnos a las nuevas condiciones.

Quién sabe y tomando esa forma de vida terminemos como Luis, que lleva saliendo con Julieta varios meses.

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Feminismo en los tiempos del cólera

Hace algunos días veía nuevamente uno de los vídeos del genial Antonio García Villarán, artista y youtuber, en el que analizaba un poco de la vida y gran parte de la obra de Frida Kahlo.

En determinado punto del video, mencionó algo que he venido pensando desde hace mucho tiempo: el hecho de que el movimiento feminista la tome como una de sus mayores y más conocidas representantes, es un error. Y es que esto tiene mucha lógica. La obra de Frida Kahlo está basada en dos grandes tópicos: las desgracias que le ocurrieron en la vida (como el accidente que desde joven dejó estragos en su columna) y el amor desmedido que profesaba por Diego Rivera.

Esto último es para analizar. Las obras de Frida nos muestran a una mujer totalmente sometida, que en nombre del «amor» que sentía por Diego, perdonaba todo (todo. Literal. Vamos, que la engañó con la hermana y lo perdonó). Y es ahí donde llega el mensaje contradictorio, pues resulta incomprensible que en un movimiento que busca restablecer la dignidad de la mujer, Frida Kahlo, con su sometimiento absoluto, con esa idea de amor tóxico que todo lo soporta, sea una de sus principales y más representativas figuras.

Llevada por la curiosidad, averigüé el porqué se la asociaba con el movimiento feminista. La conclusión fue que se le considera una revolucionaria en gran medida porque en sus pinturas mostraba a una mujer que abandonaba los cánones estéticos impuestos en la época: una mujer con rasgos masculinos, con cejas pobladas y unidas entre sí, además del bozo crecido tan asociado al género masculino.

Seguí buscando. Debía haber algo más complejo, ¿eso era todo? ¿Feminista por no mostrar a una mujer perfectamente depilada? Y el mensaje de sus cuadros qué, ¿lo pasaban por alto?

Encontré algo más. Frida Kahlo es considerada feminista porque, en una época en que la mujer estaba asociada únicamente a las tareas del hogar, ella pintaba, fumaba y, en la cúspide de la rebeldía, tenía amantes mujeres. Vaya cosa.

Y es que eso es solo una muestra del feminismo actual, vacío, sin argumento. Un feminismo que busca oprimir al varón para reemplazar el abuso de un género por el del otro.

Mirarnos con el mismo respeto más allá del género, por ser humanos

Siempre he pensado que el objetivo a lograr es obtener igualdad de oportunidades y trato entre hombre y mujer, admitiendo que ambos tenemos características diferentes y únicas que son parte de nuestra esencia. Para mí, el feminismo va más allá del discurso vacuo de «es mi cuerpo y tengo el derecho de no depilarme» o «machete al macho».

La lucha verdadera, la que no hacen las mujeres que salen a marchar mostrando los senos como signo de libertad, es la que busca que tengamos las mismas oportunidades de trabajar, de tomar nuestras propias decisiones. La que busca que desaparezca la mirada condescendiente que recibimos al dar una opinión en una sala llena de hombres, o que nos midan únicamente por el tamaño de nuestros pechos y caderas.

Llámenme anticuada pero a mí sí me gusta ser tratada con delicadeza por un caballero. No me incomoda que me presten ayuda al cargar un pesado paquete y me encanta que me abran la puerta del auto al bajar. Me gusta mantenerme guapa, depilarme, arreglarme, pero para mí misma, porque me amo y pienso que sentirse hermosa es algo importante en la vida.

Así que sí, en estos tiempos de cólera feminazi, estoy convencida de que el objetivo es entender (y ayudar a que todos entiendan) que ser tratados con el mismo respeto y oportunidades va más allá de un tema de género. Es así porque tanto hombres como mujeres (y toda la gama de géneros entre ambos) somos humanos y nos lo merecemos.

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El inicio.

Deberías crear un blog

Así empezó a materializarse la idea. No era la primera vez que me habían dicho que debía empezar a escribir de forma habitual, en un espacio público y no solo para mí.

Lo cierto es que desde que era niña, uno de mis sueños ha sido ser escritora. Con los años, como suele pasar en la mayor parte de los casos, mis sueños de niña se fueron diluyendo hasta quedar guardados en un espacio recóndito de mi caótica mente.

¿Qué me animó a sacar mi sueño infantil del baúl de los recuerdos, quitarle el polvo y empezar (por fin) a compartir lo que pienso y siento?

Pues bien, hace un par de días, en medio de una conversación de aquellas que nos sacan una sonrisa, mi interlocutor y yo ideábamos formas de hacer cosas nuevas este año. El reto era hacer algo que usualmente no hiciéramos, o concretáramos aquello que desde hace mucho deseamos pero que nunca nos (atrevimos) animamos a hacer.

Mi idea inicial fue sacar por fin a la luz mis dotes asesinas a través de clases de tiro (que no se alarmen, era tiro con arco), pero circunstancias ajenas a mi control impidieron que concrete ese plan. Frente a eso, me encontré en la difícil situación de elegir qué hacer; no podía dejar el fin de semana sin cumplir el reto…¿Debía ir a misa? (algo que no hago hace mucho), ¿cocinar algo que fuera más allá de arroz con huevo?, ¿ver por fin toda la saga de Star Wars, a la que me he resistido por tanto tiempo?… No. Ninguno de esos planes parecía lo suficientemente bueno para lograr el objetivo del 2020: vivir.

Y de pronto…llegó. La claridad, la respuesta divina a lo que estaba buscando. «Deberías crear un blog».

Y aquí estoy, creando por fin la primera entrada del blog.

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